1 de septiembre de 2009

De dogmas y demonios: una nota sobre el estado de la educación en Europa



Por un lado, debo reconocer, muy a mi pesar, que la mayor parte de mi vida he sido un individuo dogmático. En la adolescencia seguí con fervor la axiomática cristiana y en mi juventud, y hasta hace pocos años, la marxista. No dice mucho en mi favor pero a modo de disculpa también se puede aducir que una mínima relación de principios parece imprescindible para orientar nuestra acción y que la precipitación y la falta de reflexión puede trocarla fácilmente en la estricta observancia de una férrea dogmática.

Por otro, tengo la impresión de que lo fantasmático es tan constitutivo de la experiencia humana, al menos en la actualidad, como lo que denominaríamos "material" -sea lo que sea, en realidad, esa "materia". Sería conveniente elaborar una fantología (como ya proponía Derrida en Spectres de Marx) que nos ayudara a conceder a la dimensión inmaterial el lugar que se merece en la descripción del funcionamiento de nuestra mente. Con todo, y a la espera de que alguien elabore esa taxonomía, parece claro que uno de los tipos fantasmáticos que interviene en la determinación de objetivos y estrategias rectoras de los humanos son nuestros "demonios".

Todo esto viene a cuento, o debería venir, de un texto escrito por uno de mis demonios preferidos, alguien a quien he detestado durante años con pasión en su condición de "traidor a la causa" y "vendido". En él expone las consecuencias que un determinado libertarismo de moda en la clase alta, que hizo del antiautoritarismo infantil su bandera, ha tenido para la educación de las clases más desfavorecidas de nuestras sociedades. Consecuencias que he podido constatar a lo largo de mi experiencia como docente en barrios marginales del extrarradio barcelonés en los últimos quince años.

Escribe este demonio:

"El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca tan cierto aquello de 'nadie sabe para quién trabaja'. Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación, ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos."

Un lúcido retrato que quienes hemos tenido ocasión de contemplar de cerca y no sólo a través de los filtros mediáticos no podemos sino compartir. Y, tras este resultado, una dogmática que en su momento amé y respeté:

"Es evidente que Mayo del 68 no acabó con la "autoridad", que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como eslogan del movimiento "¡Prohibido prohibir!", extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla. El poder no se vio afectado en lo más mínimo con este desplante simbólico de los jóvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayoría de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia después de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.

Pero la autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder sino, como define en su tercera acepción el Diccionario de la RAE, de "prestigio y crédito que reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia", no volvió a levantar cabeza. Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la "autoridad" clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en el de la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos en representante del poder represivo, es decir, en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador -de transmisor tanto de valores como de conocimientos- ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que -al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios- se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.

Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas -de las diatribas y fantasías- de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares. La enseñanza pública fue uno de los grandes logros de la Francia democrática, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregía, en cada nueva generación, las asimetrías y privilegios de familia y clase, abriendo a los niños y jóvenes de los sectores más desfavorecidos el camino del progreso, del éxito profesional y del poder político."

Para mi vergüenza, y aún hoy ando a vueltas con los efectos que debería deducir de este colusión entre dogmatismo y fantología, las líneas están firmadas por Mario Vargas Llosa...

¿Y ahora qué?