7 de julio de 2014

"Otro" viaje a Italia (XV): mezquindades


25 de julio de 2012.

Último día de derecho, que no de hecho, en Florencia. La mañana la empleamos en visitar, por fin, la catedral, Santa Maria del Fiore, con la mirada puesta en la cúpula: en los frescos de Vasari que ocupan su cara interior y en la espectacular estructura arquitectónica, interna y externa (más de cien metros de envergadura), que concibió y ejecutó Brunelleschi.

Tras media hora de cola entramos en la amplia catedral. Nos dejamos la contemplación detenida de la fachada y los laterales para más tarde. Una guía voluntaria que se ofrece para ilustrarnos sobre la construcción gratuitamente (!) nos informa que se calcula que más de veinticino mil personas pueden ocupar el monumento. De hecho, durante siglos fue la catedral más grande de Europa y aun hoy es una de las cinco más importantes de la "cristiandad europea" según la muchacha que nos explica, con paciencia, los pormenores de la construcción así como el ingenio que hubo de poner en juego Brunelleschi para completar satisfactoriamente su propósito. Cuando nos deja solos, Clàudia decide subir hasta lo alto de la cúpula. Uno, que siempre la había acompañado en estos empeños, esta vez desiste: la edad pasa factura y queda todavía el viaje y la estancia en Roma, así que no se ve ahogándose tramo tras tramo de angostas escaleras. Así que dejamos a la joven impetuosa subir y agotarse y aprovechamos en cambio para pasear por la catedral, visitar las tumbas de Giotto y el omnipresente Brunelleschi y entretenernos con la frecuente intervención de la megafonía de control que cuando considera que el volumen de ruido en el interior del templo sobrepasa ciertos límites prorrumpe en una amenazadora amonestación: "¡Silenzo, silenzo per favore, silence please!".

Por la tarde damos un largo paseo que recoge nuestros lugares preferidos: empezamos a media tarde en la Piazza della Santissima Annunziata y concluimos ya de noche ante el Perseo de Cellini a cuyo lado nos quedamos un buen rato observando, y criticando, personas como tanto le gustaba hacer a Bernhard en los cafés vieneses. Al menos, con el recurso a Bernhard parece que se dignifica ese hábito que casi todos practicamos y que no deja de ser, en el fondo, mezquino y desagradable. ¿Lo practicaba también Goethe? En su relato hay sobrados ejemplos, pese a su prudencia y mesura, pero ¿y fuera de las páginas?.