10 de septiembre de 2014

"Otro" viaje a Italia (XVII): Villa Borghese


27 de julio de 2012.

Primer día, en rigor, en Roma. La mañana no tiene el encanto de las mañana florentinas quizás porque el apartamento es muy caluroso, poco cómodo y viejo y porque, aunque estamos en una buena zona de la ciudad, el microuniverso anacrónico de la ciudad de los Médici ha dejado de existir. Capuccinos y lattes con bollería para empezar una jornada en la que, a las nueve de la mañana, el calor se presiente. Mientras caminamos con paso rápido a la Galleria Borghese, tenemos hora de visita a las 11:00, la capital empieza a recoger para sí el sol del mundo: espera poder cocinarlo en sus callejuelas y servirlo en su asfalto. Es inevitable recordar el porqué de tantas, y tan bellas, fuentes en esta ciudad. A pocos metros del apartamento ya me han dado ganas de remojarme el cuello en la Fontana del Tritone de la piazza Barberini, obra de Bernini, a apenas cien metros de nuestro nuevo domicilio pero me ha parecido un mal comienzo sobre todo de cara a mis hijos.

Con apuros llegamos a la hora fijada a la Galleria que, desde buen principio, se nos anuncia como una auténtica fiesta de Bernini aunque los folletos nos hablan de Caravaggio, Bellini, Tiziano y muchos otros.

Y, efectivamente, nos encontramos en la sala de entrada - conocida por el nombre del autor que le dio la forma final, Mariano Rossi - estatuas, bustos y algún autorretrato de Bernini, todo y que no nos impresionan tanto como esperábamos: ¿obras menores?. Seguidamente, L'ultima cena de Bassano, Allegoria della scoperta dell America de Zucchi, Il colosseo de Canaletto, Norandino e Lucina sorpresi dall'orco de Lanfranco y el Cristo flagellato de Tiziano, nos apasionan sobre las demás. Empezamos a disfrutar. En el recorrido por la planta superior nos esperan sorpresas mayores: por ejemplo, el Ritratto d'uomo de Antonello da Messina, que parece perseguirte con su mirada a ratos indulgente, a ratos burlona, a ratos suspicaz, por donde quiera que te muevas, el casi hiperrealismo avant la lettre y el intenso colorido de La Deposizione de Rafael, primorosamente enmarcado por las cinco telas del austríaco Anton von Maron que decoran el techo de la sala en torno al tema de Dido y Eneas, o el intenso y sutil erotismo de la Venere ed Amore con un favo di miele de Cranach.

Descendemos de nuevo a la planta baja para abordar las salas que albergan las obras más importantes de Bernini y nos damos de bruces con la memorable Il ratto de Proserpina, una de esas esculturas ya vistas hace años en alguna diapositiva de la clase de Historia del Arte y cuyo dramatismo y dinamicidad saboreamos con el placer del reconocimiento de lo ya apreciado en su momento, como unos minutos después hacemos con la magistral Apollo e Dafne. Entre ambas, dos obras de Caravaggio destacan entre las demás: La Madonna dei Palafreneri y el espectacular Giovane con canestra di frutta, cuyo magnetismo tal vez provenga del contraste entre la minuciosa representación del bodegón y el impresionismo del rostro del joven.

Tras casi tres horas, abandonamos la Galleria para pasear por Villa Borghese. Explico a Esther y los niños la impresión que me produjo en el verano de 1980: acostumbrado a los diminutos y secos parques y jardines de Barcelona, el parque romano, amplio y frondoso, se convirtió en una especie de paradigma del jardín público hasta que lo desplazó el Bois de Boulogne algunos años más tarde. En esta oportunidad, sin embargo, Villa Borghese parece haber perdido parte de su esplendor: parterres secos y descuidados, plazas sucias y árboles enfermos reemplazan la exhuberancia por la senectud. No resulta un paseo tan hermoso como uno esperaba. Tras fotografiarnos junto al famoso monumento a Goethe de Eberlein, abandonamos los jardines con la sospecha de que no volveremos.