7 de noviembre de 2014

Crónica de la Nueva Edad (07/11/2014)


Me temo que hay que agradecerle al gobierno español que haya elevado hasta la licuefacción la temperatura en estas tierras con su decisión de convertir la "costillada secesionista" en un referéndum encubierto que ha de ser prohibido por el Tribunal Constitucional. Ahora, parece que recula y da a entender que si el Govern deja su gestión a las entidades civiles no moverá un dedo para impedir la fiesta: los secesionistas, conscientes en cierta medida de que se ha desafiado a la justicia española y se la ha desobedecido (ya no recuerdan el primer 9-N), sacan pecho y creen haber marcado un punto de inflexión porque finalmente habrá votación por muy descafeinada y ridícula que sea. Mas el mal ya está hecho, al menos para algunos de nosotros, habitantes de estas tierras, que huimos de los nacionalismos como de la peste. Esta última semana el ruido y la contaminación visual, auditiva y discursiva ha dado un salto cualitativo que ha empapado, como nunca, las calles, las aulas, las plazas, las tiendas, los mensajes de las redes sociales... Hay que estar aquí para verlo.

La programación de TV3 ha sido esperpéntica: un desfile continuado e inacabable de programas sobre la consulta y el resto de las emisiones trufadas de alusiones descaradas o sibilinas excepto las series y películas foráneas que no dejaban espacio para cuñas secesionistas. Las radios, por lo que a uno le han contado, tres cuartos de lo mismo.

Más banderas, pancartas, carteles y pintadas que nunca por toda Barcelona y, en la medida que uno se movió el domingo pasado fuera de la ciudad, por buena parte de Catalunya: banderas gigantescas en riscos y montañas, murales descomunales por las autopistas y carreteras, anuncios panorámicos... Banderas y más banderas por doquier: una contaminación visual irritante que uno creía circunscrita al cuartel donde hubo de someterse a la humillación de la jura de bandera española hace muchos años que, en las celebraciones castrenses, mostraba una enseña cada veinte o treinta metros. Y, encima, envíos postales de la Generalitat, tenderetes a la vuelta de muchas esquinas, voluntarios repartiendo papeletas para votar por las calles, a la entrada y salida del metro, en las plazas y centros comerciales de la capital cuando no llamando casa por casa y anotando en su registro si se les recibía o no y qué había decidido el inquilino que les había abierto.

Contaminación auditiva por las caceroladas de diez minutos que las tres últimas noches se han repetido. Da igual que no hayan sido masivas como las que rodearon al 15M: han sido ruidosas y muy molestas gracias al gobierno español.

Y contaminación discursiva tensa. No ha habido día ni lugar en el que los secesionistas no sacaran a colación el tema intentando persuadir a los indecisos, tibios o moderados de que "ahora es la hora". Pero tampoco ha faltado día en que los unionistas y españolistas, en sus círculos casi clandestinos, no dieran vueltas y más vueltas al asunto invocando incluso, los últimos, el socorro de la Benemérita. Como no ha habido día en que aquellos que detestamos los nacionalismos no hayamos repetido nuestras expresiones de perplejidad, asombro y espanto ante el comportamiento de los implicados de uno y otro bando y ante la pérdida de contenido del concepto ilustrado de ciudadanía por estos pagos.

¿Y qué decir de las aulas? Me explican que en un centro hoy está prevista una cacerolada de los alumnos espoleados por los docentes secesionistas. En otro se ha organizado una asamblea para dar apoyo al 9-N a la que "todos" han sido invitados a acudir. Un amigo me cuenta que en el suyo, durante una conversación a la hora del desayuno, un profesor especialmente combativo acabó espetándole que prefería pasarse tres años comiendo hierba que seguir siendo español un día más. Los institutos se han convertido en campo de batalla pero la campaña ha sido rápida, una suerte de Blitzkrieg ganada por los secesionistas: voluntarios del propio centro para abrirlo el 9N no han faltado, como afirma con razón el Govern catalán y es casi seguro afirmar que, salvo alguna excepción - que siempre las hay -, a nadie se le ha puesto una pistola en el pecho. Y las presiones han sido mínimas y más fruto del ánimo talibán de algunos que de otra cosa. No lo necesitan: en el estamento docente la adhesión al secesionismo es mayoritaria, lo cual no es extraño en absoluto. Salvando las distancias, y a título sólo de ejemplo, hay que recordar que el grado de afiliación al partido nazi entre los maestros y profesores cuadriplicaba el de la población empleada. Digo "salvando las distancias" porque éstas aquí se refieren no a una proximidad entre secesionismo y nacionalsocialismo sino al nivel de credulidad, la falta de crítica racional y el aherrojamiento del sentido común ante las ideologías totalitarias entre el colectivo de los enseñantes que resulta, al fin y a la postre, uno de los más permeables a este tipo de pensamiento pese a que la tradición literaria y filosófica hayan glorificado, desde Sócrates, la figura del maestro irreductible e insobornable en la búsqueda de la verdad.


Deja uno para mañana o pasado la visita, al estilo "Testigos de Jehová", de una pareja de voluntarios de la campaña secesionista a nuestro domicilio, la evidencia de que, incluso en estas jornadas de fiebre secesionista, la mayoría de la población parece seguir siendo unionista - que no españolista - pero que carece de altavoces políticos para manifestarse, o el espectáculo autoindulgente de los políticos y profesionales de la revolución de prácticamente todos los partidos de izquierda catalanes proclamando su compromiso con el "nuevo país" en el que todo se podrá hacer, por fin, bien. La izquierda sigue sin alejarse de la fantasía religiosa...